lunes, 27 de enero de 2020

Theresa





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     Querido amigo,

    Siempre dije que se me detendría el corazón si algo les su­cedía a mis hijos. Este pensamiento, sumado a los recientes hechos, ha cambiado mi percepción. Antes de que comience a relatarte mi historia, déjame decirte mi nombre: soy Theresa. También fui Ben, Joe, Cerphan y Rebecca. Estas cosas que sé me alejan de la confusión que muy seguramente estarás sin­tiendo en estos momentos.

    Déjanos comenzar con el momento de mi muerte. Mi deseo es darte una imagen clara de las cosas que conozco. Yo era Theresa. Era esposa, madre y amiga de muchos. Vivía en Fuigi, a las afueras de Roma. El tiempo exacto no es importante. La esencia de mi historia es mucho más que importante.

    En mi cultura la mujer era la figura central de la familia. Mi propósito era servir a mi esposo, darle hijos (preferiblemente varones, muchos varones) y alimentar a esos niños hasta la edad adulta. Nuestro propósito: el de propagar nuestro linaje para que nuestra parentela viviera por siempre. Le di a mi marido diecisiete hijos. Esto fue mi vida. Muchas mujeres como yo se desgastaban en el proceso. Sin embargo, gracias a mi fortaleza genética, sobreviví.

    Fue en el año 1917. Mis niños tenían entre nueve meses y veintitrés años de edad. La tierra era buena; nuestra cosecha, la mejor. Mi esposo Roberto y yo nos regocijábamos en nues­tra prosperidad. Nuestros hijos eran sanos. Muchos en nues­tro pueblo habían muerto de una enfermedad de los pulmones llamada tuberculosis. Dios nos sonrió, los nuestros vivieron bien.

    Recuerdo el sol siempre derramándose a través de la ven­tana de mi cocina. Me encantaba ver el cielo iluminarse al amanecer. En medio de las voces de los más chicos, abracé cada día con alegría. Y así, cada mañana hasta que llegaron los soldados. Aparecieron como hormigas saliendo al unísono de su hormiguero como si estuvieran todas acopladas a una sola mente. La primera vez que los vi estaba sacando agua del pozo. Mi corazón se me detuvo en seco mientras hacía mental­mente un inventario de mis hijos.

     Corriendo de vuelta a casa los reuní a todos adentro. Mi habilidad de contar se sobrepuso a mi alma en pánico. Conté dieciséis mientras buscaba por el que me faltaba. Era Eduardo, mi hijo mayor, la luz de mis ojos. Él estaba de regreso por el camino en frente de la casa, ausente de los recientes aconte­cimientos. Mi esposo estaba en el extremo norte de nuestra finca. Los soldados se acercaban por el sur. Estaba en mi casa completamente sola. Nadie tocaría a mis hijos.

  Todavía puedo ver los ojos rojos inyectados del comandan­te cuando sarcásticamente tocó la puerta. Sus hombres le habían salido al paso a mi hijo es su camino. Lo tenían agarrado fuertemente y estaban luchando contra sus intentos de soltarse. Aquella serpiente invitó a la cabeza de la casa a salir al frente. Comenzaron a golpear a mi primogénito. Ya que mi esposo no estaba, me asomé con firmeza por la puerta. La cara ensangrentada de Eduardo me llenó de coraje. Corrí ciegamente hacia el comandante y le pegué. Se rió de mi tontería. Imagina mi placer cuando sus ojos se abrieron de par en par sin poder creer que le acababa de disparar al pecho con la pistola de la familia.

     Era un arma antigua que pasó de generación en generación por más de cien años, marca Flintlock, creo. En la confusión, mi hijo, forcejeando, logró zafarse. Entonces los soldados soltaron sobre mí el peso completo de su ira. Todo en frente de mí desapareció en un profundo rugido.

     Abrí mis ojos una eternidad después. Esperaba algún tipo de dolor. No había ninguno. Estaba sola. Quería creer que todo estaba bien. Lentamente logré enfocar mi casa. Allí estaba. Por desgracia, busqué y no encontré evidencia de mis hijos. Mien­tras estuve inconsciente los soldados deben habérselos llevado. Todo lo que quedaba era tan solo el caparazón de la familia que tanto amaba. Esta tragedia absoluta me destruyó más allá de mis pensamientos más profundos. El tiempo se detuvo otra vez. Estaba sola. Alguien había destruido mi vida. Pensé en mis hijos… me hundí en el desespero.

     No sé cuánto tiempo me quedé pensando en la pérdida de mis hijos. Quizás fue solo un momento o inclusive una eternidad. La totalidad de mi ser sufría por ellos. Yo sabía que nunca podría recuperarme. Yo siempre dije que moriría si algo les acontecía a mis niños. Los días transcurrieron. Mi existencia parecía un zumbido en el vacío. Nadie nunca vino a verme. Parecía como si a todas las personas que conocía hubiesen dejado de existir. Empecé a fantasear acerca de cada uno de mis hijos. Mi favorito era Eduardo. Él era tan fuerte y bien parecido. Si no fuera por mí él todavía estaría vivo. Fui una mala madre que dejó morir a sus niños.

     En mi agonía vislumbré una pequeña sombra. Parecía engrandecerse cada vez que desviaba la mirada. Mi depresión no me permitió enfocarme, así que dejé que desapareciera. Sin embargo, luego sentí una mano en mi hombro. Seguramente que no era nada. Me la sacudí de encima; me sentía cómoda en mi agonía. Su voz fue lo que cautivó mi atención. Era Eduar­do. La sorpresa me dejó sin palabras mientras acariciaba su hermoso rostro. Sus ojos penetraron mi tristeza ¡Me sentí viva en mi propia muerte!

     Me habló suavemente al oído. Me relató la más increíble historia sobre una valiente mujer que se sacrificó por sus hijos para mantenerlos con vida. Esta madre estaba ahora dormida en un coma profundo entre la vida y la muerte. Nadie podía al­canzarla. Nadie, excepto un hijo cuyos sueños eran suficiente­mente lúcidos como para viajar hasta su madre cuando dormía. Su meta era soltarla de su propio autoimpuesto infierno. Susu­rrarle la verdad sobre el último día de su vida para que pudiera trascender a un nuevo comienzo. Sus hijos todos vivieron.

     En sus ojos vi la verdad. Era yo. Abracé a Eduardo por últi­ma vez como mi hijo. Habría otros roles que jugar. Mis niños se encontrarán conmigo otra vez. Levanté mis manos sobre mis ojos para protegerme del sol brillante. Eduardo caminó sobre la distancia hacia su vida. Luego yo me volví hacia mi nuevo horizonte. Qué hijo tan maravilloso era Eduardo. Luego me di cuenta de otros que parecían salir de ninguna parte. Mi coma había terminado. Había logrado mi meta. Logré proteger a mi prole. Estaba en paz.

     Theresa





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