Querido amigo,
Siempre dije que se me detendría el
corazón si algo les sucedía a mis hijos. Este pensamiento, sumado a los
recientes hechos, ha cambiado mi percepción. Antes de que comience a relatarte
mi historia, déjame decirte mi nombre: soy Theresa. También fui Ben, Joe,
Cerphan y Rebecca. Estas cosas que sé me alejan de la confusión que muy
seguramente estarás sintiendo en estos momentos.
Déjanos comenzar con el momento de mi
muerte. Mi deseo es darte una imagen clara de las cosas que conozco. Yo era
Theresa. Era esposa, madre y amiga de muchos. Vivía en Fuigi, a las afueras de
Roma. El tiempo exacto no es importante. La esencia de mi historia es mucho más
que importante.
En mi cultura la mujer era la figura
central de la familia. Mi propósito era servir a mi esposo, darle hijos
(preferiblemente varones, muchos varones) y alimentar a esos niños hasta la
edad adulta. Nuestro propósito: el de propagar nuestro linaje para que nuestra
parentela viviera por siempre. Le di a mi marido diecisiete hijos. Esto fue mi
vida. Muchas mujeres como yo se desgastaban en el proceso. Sin embargo, gracias
a mi fortaleza genética, sobreviví.
Fue en el año 1917. Mis niños tenían
entre nueve meses y veintitrés años de edad. La tierra era buena; nuestra
cosecha, la mejor. Mi esposo Roberto y yo nos regocijábamos en nuestra
prosperidad. Nuestros hijos eran sanos. Muchos en nuestro pueblo habían muerto
de una enfermedad de los pulmones llamada tuberculosis. Dios nos sonrió, los
nuestros vivieron bien.
Recuerdo el sol siempre derramándose a
través de la ventana de mi cocina. Me encantaba ver el cielo iluminarse al
amanecer. En medio de las voces de los más chicos, abracé cada día con alegría.
Y así, cada mañana hasta que llegaron los soldados. Aparecieron como hormigas
saliendo al unísono de su hormiguero como si estuvieran todas acopladas a una
sola mente. La primera vez que los vi estaba sacando agua del pozo. Mi corazón
se me detuvo en seco mientras hacía mentalmente un inventario de mis hijos.
Corriendo de vuelta a casa los reuní a
todos adentro. Mi habilidad de contar se sobrepuso a mi alma en pánico. Conté
dieciséis mientras buscaba por el que me faltaba. Era Eduardo, mi hijo mayor,
la luz de mis ojos. Él estaba de regreso por el camino en frente de la casa,
ausente de los recientes acontecimientos. Mi esposo estaba en el extremo norte
de nuestra finca. Los soldados se acercaban por el sur. Estaba en mi casa
completamente sola. Nadie tocaría a mis hijos.
Todavía puedo ver los ojos rojos
inyectados del comandante cuando sarcásticamente tocó la puerta. Sus hombres
le habían salido al paso a mi hijo es su camino. Lo tenían agarrado fuertemente
y estaban luchando contra sus intentos de soltarse. Aquella serpiente invitó a
la cabeza de la casa a salir al frente. Comenzaron a golpear a mi primogénito.
Ya que mi esposo no estaba, me asomé con firmeza por la puerta. La cara
ensangrentada de Eduardo me llenó de coraje. Corrí ciegamente hacia el
comandante y le pegué. Se rió de mi tontería. Imagina mi placer cuando sus ojos
se abrieron de par en par sin poder creer que le acababa de disparar al pecho
con la pistola de la familia.
Era un arma antigua que pasó de generación en
generación por más de cien años, marca Flintlock, creo. En la confusión, mi
hijo, forcejeando, logró zafarse. Entonces los soldados soltaron sobre mí el
peso completo de su ira. Todo en frente de mí desapareció en un profundo
rugido.
Abrí mis ojos una eternidad después.
Esperaba algún tipo de dolor. No había ninguno. Estaba sola. Quería creer que
todo estaba bien. Lentamente logré enfocar mi casa. Allí estaba. Por desgracia,
busqué y no encontré evidencia de mis hijos. Mientras estuve inconsciente los
soldados deben habérselos llevado. Todo lo que quedaba era tan solo el
caparazón de la familia que tanto amaba. Esta tragedia absoluta me destruyó más
allá de mis pensamientos más profundos. El tiempo se detuvo otra vez. Estaba
sola. Alguien había destruido mi vida. Pensé en mis hijos… me hundí en el
desespero.
No sé cuánto tiempo me quedé pensando
en la pérdida de mis hijos. Quizás fue solo un momento o inclusive una
eternidad. La totalidad de mi ser sufría por ellos. Yo sabía que nunca podría
recuperarme. Yo siempre dije que moriría si algo les acontecía a mis niños. Los
días transcurrieron. Mi existencia parecía un zumbido en el vacío. Nadie nunca
vino a verme. Parecía como si a todas las personas que conocía hubiesen dejado
de existir. Empecé a fantasear acerca de cada uno de mis hijos. Mi favorito era
Eduardo. Él era tan fuerte y bien parecido. Si no fuera por mí él todavía
estaría vivo. Fui una mala madre que dejó morir a sus niños.
En mi agonía vislumbré una pequeña
sombra. Parecía engrandecerse cada vez que desviaba la mirada. Mi depresión no
me permitió enfocarme, así que dejé que desapareciera. Sin embargo, luego sentí
una mano en mi hombro. Seguramente que no era nada. Me la sacudí de encima; me
sentía cómoda en mi agonía. Su voz fue lo que cautivó mi atención. Era Eduardo.
La sorpresa me dejó sin palabras mientras acariciaba su hermoso rostro. Sus
ojos penetraron mi tristeza ¡Me sentí viva en mi propia muerte!
Me habló suavemente al
oído. Me relató la más increíble historia sobre una valiente mujer que se
sacrificó por sus hijos para mantenerlos con vida. Esta madre estaba ahora
dormida en un coma profundo entre la vida y la muerte. Nadie podía alcanzarla.
Nadie, excepto un hijo cuyos sueños eran suficientemente lúcidos como para
viajar hasta su madre cuando dormía. Su meta era soltarla de su propio
autoimpuesto infierno. Susurrarle la verdad sobre el último día de su vida
para que pudiera trascender a un nuevo comienzo. Sus hijos todos vivieron.
En sus ojos vi la verdad.
Era yo. Abracé a Eduardo por última vez como mi hijo. Habría otros roles que
jugar. Mis niños se encontrarán conmigo otra vez. Levanté mis manos sobre mis
ojos para protegerme del sol brillante. Eduardo caminó sobre la distancia hacia
su vida. Luego yo me volví hacia mi nuevo horizonte. Qué hijo tan maravilloso
era Eduardo. Luego me di cuenta de otros que parecían salir de ninguna parte.
Mi coma había terminado. Había logrado mi meta. Logré proteger a mi prole.
Estaba en paz.
Theresa
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