Recuerdo la sensación del
cañón de la pistola como una moneda fría en mi frente. El empujón de unas manos
callosas que me forzaron contra el suelo. El polvo del piso de madera se me
metió en la nariz y por un breve segundo pensé que iba a estornudar. Uno nunca
sabe cuándo va a ver la muerte frente a frente. Se va trepando con suavidad y
salta frente a ti entre cada respiro. Nunca me esperé que aquella mañana de
octubre fuera a ser mi última mañana. El sol se levantó como cualquier otro
día. El gallo cantó a la primera luz y lo sentí cual patada sacándome de la
cama. La casa estaba siempre muy fría hasta que alguien pusiera leña en la
estufa. Como yo era el papá, ese sería mi trabajo. Cada día prácticamente lo
mismo: cultivar la tierra a la que mi papá había sido esclavizado. No había
mucho dinero, pero era la vida de un hombre libre. Para nosotros era lo más
importante. Soñábamos con lo mejor para nuestros hijos. Mientras tanto
hacíamos lo que teníamos que hacer.
Aquella mañana en
particular iba al pueblo. Tenía algunos huevos para vender y quería sorprender
a Ester, mi esposa, con un poco de azúcar para que pudiera hornear. A ella le
encantaba cocinar, especialmente platillos dulces.
Enganché el vagón y me fui.
Particularmente esta mañana fue extra especial. El aire fresco y las hojas en
su máximo color. Me tomé mi tiempo. Era raro que yo tuviera tiempo para
reflexionar un poco. El camino al pueblo fue más rápido de lo que me hubiera
gustado.
Primero me detuve en el mercado para vender los huevos. Había trece
de ellos. El precio era de dos centavos. Ya yo había negociado antes con Ezra,
el encargado de la tienda, quien usualmente era justo. Puse la canasta de
huevos en el mostrador. Había un hombre blanco frente a mí. Tenía que esperar
hasta que toda la gente blanca hubiese tenido su turno. Estaba bien. Yo era un
hombre paciente; sin embargo, esta vez aquel hombre blanco se sintió ofendido
porque yo puse la cesta al lado de él. Empezó a lanzar al suelo los huevos uno
por uno. Al ver mis dos centavos volverse mazacote en el piso, saqué un suspiro
desde el fondo de mi garganta. Gran equivocación. No tuve tiempo de terminar de
exhalar cuando el piso vino a encontrarme. El cañón de la pistola en mi
cabeza. Cerré mis ojos con la esperanza de que si pensaba y rezaba muy
concentrado, el tiempo se detendría y todo iba a estar bien.
La voz burlona sonaba en mis oídos y me decía que parecía que yo
no supiera cuál era mi lugar ¡Oh Dios! ¡yo sí sabía! Yo sabía cuál era mi
lugar. El martillazo del gatillo haciendo eco en mis oídos. Mis ojos
completamente cerrados tratando de rezar, tratando de rogar por mi regreso a la
vida. Yo no escuché el sonido ni sentí la bala. Traté de abrir mis ojos, pero
ellos estaban llenos de Ester haciendo el pastel del domingo. Las hojas eran
anaranjadas y rojas, y las primeras nieves se formaban en el cielo. Pronto iba
a ser Navidad. Tendría que matar la gallina vieja para la cena. Seguramente
Ester iba a ser una buena cena de Nochebuena.
Podía percibir gritos encima de mí. El polvo del piso se pegó a
las orillas de mi boca. Mi garganta seca por el aire de más. Tendría que tomar
algo tan pronto recibiera mis dos centavos. Había un riachuelo afuera. ¿Habría
uno? Lo olvidé. Tambores resonaron a diferentes niveles. Yo nunca me había dado
cuenta del son y el ritmo de los zapatos cuando golpean el piso. Era una
armonía melódica y me recordó las historias que había oído acerca del África.
Sentí una patada en la espalda que me recordó cuando mi pa’ me
regañó por decir mentiras cuando tenía doce años. Vagamente escuché la palabra
«muerto» de algún lado. Simplemente no me pareció importante. Miré sobre mi
hombro y allí estaba mi pa’. Se veía tal cual como cuando yo era un niño. Su
mano en mi hombro trajo lágrimas a mis ojos. Se sentía muy bien su calidez otra
vez. No me había dado cuenta de cuánto lo extrañaba. Me preguntó si tenía sed.
Cuando le contesté: «sí, señor» me dio una palmada en la espalda y dijo:
«Conozco el lugar preciso para refrescarnos; tú y yo nos vamos por una
cerveza».
No se me ocurrió que cuando él estaba vivo no era lo suficientemente
mayor como para tomarme una cerveza con él. Yo acepté su mano y me fui.
Mire atrás mis huevos rotos en el suelo. Parte de mí estaba
todavía allí también. En los brazos de mi padre simplemente no parecía
importante. Mi única preocupación era Ester. ¿Qué pasaría con ella? «Ella
estará bien», replicó mi padre.
Entonces nos fuimos
haciendo planes de vida. Ester vino con nosotros un tiempo después y yo le di
el azúcar que siempre había querido darle. No había dolor ni pesar, solo
alegría. Nosotros escribimos para que alguien sepa. Nosotros seguimos viviendo
y somos felices.
Héctor
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