Escribo con reverencia y genuina sorpresa. Pasé mi última existencia totalmente convencido de que no había vida divina después de la muerte. Ahora revoco por completo estos pensamientos.
Yo era un tipo promedio y mi vida cotidiana transcurría de manera normal. Viví en la calle 33 de la ciudad de Nueva York. Era asistente de modas y llevaba un estilo de vida vanguardista. Tenía una variedad de amigos de diferentes tendencias. A todos nos gustaba vivir en el momento presente. De ellos no sé el porqué, solo sé por qué yo lo hacía.
Yo creía que esto era todo lo que teníamos, esta vida. Toda esa propaganda religiosa que tantos grupos profesaban no existía. Yo creía que cuando te morías se acababa todo. Completamente finito. Por consiguiente, y a mi manera promedio, viví de la forma más vanguardista que pude. Siempre quería alcanzar un poquito más.
Me enteré de mi enfermedad a los treinta y siete años. Tenía un nombre larguísimo, pero en su última instancia significaba una sola cosa: muerte, mi muerte. Como era de esperarse fui de un doctor a otro buscando una absolución a mi sentencia.
No la hubo. Muy molesto con mi destino, viví con tanta furia como pude. La evasión era mi mejor amiga. Algunos bien intencionados socios me preguntaron si necesitaba alguna guía. ¿Para qué? Iba a morir. Todo iba a acabar, ¡kaput! Conforme la enfermedad se apoderó de mi cuerpo, cada día se convirtió en un precioso regalo. Me di cuenta de que estaba entristecido por el final de todo. Jamás esperaba lo que me encontré.
El último día estaba completamente adolorido. Ya casi no me hacían efecto los calmantes, pues al no querer estar delirante me negué a tomar más medicinas. Quería estar coherente en mis últimos momentos. Mi mejor amigo, Chad, se sentó a mi lado. Habló de Dios, del cielo y de la vida eterna. Yo quería decirle que todo eso era pura mierda, pero parecía que él se sentía reconfortado, así que lo dejé.
Chad comenzó a rezar y me rogó que lo acompañara. Me rehusé. No había nada por qué rezar, el show había terminado. Cerré mis ojos y me sentí arrullado por el tono de su voz. No me recuerdo cuándo cambió, pero de repente ya no era Chad. Había alguien más a mi lado. Quizás me había desmayado y vino alguien más a sentarse conmigo.
Abrí mis ojos. Primero vi todo borroso y luego me enfoqué en los ojos azules más hermosos que he visto en toda mi vida. Parecían danzar onduladamente como las olas del mar. La idea del océano lanzó una chispa de memoria al pasado cuando me sentía a salvo y lleno de vida. Yo no reconocí a la persona, pero sus ojos me llenaron de una sensación de hogar.
Yo debería sentirme débil, pero lo que realmente quería era tirar las cobijas al suelo y correr a la playa. Y lo hice. Esta persona me siguió suficientemente lejos como para poder verme. Sentí que estaba protegiéndome. La orilla del mar estaba lejos, pero llegué en segundos. Sentir el chapoteo del agua en mis piernas fue grandioso. Me quedé allí, de pie, por largo tiempo simplemente viendo el horizonte revelar toda su belleza y posibilidades.
Mi vigilante amigo vino, se paró a mi lado y me di cuenta de quién era. Mi impresión me dejó sin habla por unos momentos. Este ser era angelical. Yo estaba muerto, mas todavía era yo. Mis ojos se llenaron de lágrimas ante mi incredulidad.
Había estado tan equivocado. Ahora iba a ser perdonado por mi falta de fe. El océano me envolvió al igual que los brazos de mi amigo. El círculo de amor que había batallado tan desesperadamente estaba ahora completo. No importa lo que tú pienses, hay más. Si crees que no hay más, el único engañado eres tú, y ésta la única creencia que será verdad.
Yo
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