Querido amigo,
Recuerdo las campanas cada
mañana antes de misa. El sol apenas asomado en el horizonte y nosotras
corriendo hacia la capilla. Las buenas hermanas envueltas en sus tibias capas
de lana acomodándose de manera algo rígida en el claustro. Había un silencio
sepulcral al cerrarse la puerta y escuchar el órgano interpretar el Ave María.
Estos eran mis momentos favoritos. De alguna manera todos estos elementos
juntos me hacían sentir más próxima a Dios. Al crecer esa cercanía a Dios, una
postulante como yo estaría mucho más cerca de ser una servidora permanente del
Señor. No quería ninguna otra cosa en mi vida.
Mi padre era un granjero
cuya suerte iba de mal en peor. Tenía ocho hermanos y hermanas, y una madre
gastada por los trabajos del campo y tantos embarazos. Cuando cumplí catorce
años fue fácil convencer a mi padre de que yo quería ser monja. Su
consentimiento me hizo feliz y lo libró de la responsabilidad de mantenerme.
Las niñas no eran tan
útiles como los niños para el trabajo del campo. Mi padre no me quería. Era
simplemente una niña y él no sabía de verdad qué hacer conmigo. Mi madre,
nublada con la interminable tarea de cocinar, sembrar y limpiar, apenas notó
nuestra partida al convento.
Recuerdo la frescura
del aire durante el viaje en carreta hacia el pueblo. Tenía puesto mi único
vestido y mis mejores zapatos. De hecho, eran mis únicos zapatos; me los había
regalado una vecina que había perdido a su hija enferma de fiebre tifoidea. Me
quedaban grandes, pero les llené la punta con heno antes de salir.
La partida con mi padre fue
abrupta. Ni siquiera recuerdo que él haya entrado conmigo. No creo que lo hizo.
La religiosa que me recibió era más bien de apariencia severa. No me esperaba
una cálida bienvenida. Era la casa de Dios. Ahora mi misión y propósito eran
servir a Dios. Me llevaron a un diminuto cuarto, y me dieron un hábito y un
velo blancos. Una de las monjas cortó mi pelo muy cerca de la cabeza.
Comenzaría orientación al día siguiente. Mi celda era austera, pero después de
compartir una cama con tres hermanas toda mi vida, la privacidad era para mí
un regalo.
Pasé los siguientes tres
años estudiando el trabajo de Dios. Tomé mis votos finales en una desolada
mañana de febrero. Mi familia no asistió.
Me convertí en una nueva
persona ese día. Estaba al servicio de Dios. Mi nuevo nombre fue hermana Mary
Ellen. La vieja Allison Louise no existía más. Me adapté bien a la vida
religiosa. Seguí todas las reglas y me hice maestra. Miré hacia adelante mi
salvación y estaba dedicada a mi fe. Creía que si me entregaba a Jesús estaba
segura de estar con él en el cielo.
Los años transcurrieron y
nunca dejé el convento. Rezaba por las almas perdidas y asistía a las nuevas
postulantes.
Fui monja por 58 años. La
Iglesia me enseñó que tenía un lugar esperándome de la mano de Dios. Deseaba
fervientemente sacrificarme tanto como lo hizo nuestro Señor.
Un ataque al corazón me
sorprendió. Caminaba por el claustro cuando un gran dolor me atravesó el pecho
y me tumbó al piso. Tratando de respirar busqué mi rosario, quería conocer a
Dios en oración. Es lo que me enseñaron. Es lo que creía.
Me rendí sin pelear. Mis labios susurraban oraciones de gratitud y
humildad. Traté de mantener los ojos bien abiertos para poder ver las puertas
del cielo. Había una gran oscuridad, pero podía sentir mi rosario entre mis
dedos. Recé tanto como pude. Luego se hizo un gran silencio.
No sé cuánto tiempo estuve
allí tendida. Nadie caminó a través del claustro a esa hora del día. Quizá de
alguna manera me recuperé. Traté de abrir mis ojos, mas mis sentidos no cooperaban.
Sin embargo, escuché una voz. Sonaba a mi padre, lo cual era imposible. Él
había muerto hace años.
Finalmente pude abrir los
ojos. Todavía estaba en el piso del claustro. Mi padre estaba inclinado sobre
mí pasándome un pañito fresco por la frente. Se veía como cuando yo era una
niña, mas el peso de la vida no emanaba de sus ojos. Se veía relajado, tan
relajado que casi parecía otra persona. Fue el sonido de su voz lo que me
verificó quién era.
Con ternura tocó mi rostro.
Estaba sorprendida por su preocupación. No tenía deseos de abrazarlo. Nuestra
relación no fue amorosa. Me sentí incómoda estando tan cerca de él. Empezó a
hablar, pero su boca no se movía. Sin embargo, sus palabras eran claras como
el agua. Dijo que estaba esperándome. Lamentaba el rumbo que había tomado
nuestra relación. Quería que yo supiera que el miedo y la represión habían
hecho de él alguien que lamentaba ser. Él se disculpaba por no haberme hecho
saber cuánto me amaba. Comencé a llorar mientras él sonreía y besaba dulcemente
mi frente. Nunca me había besado. Mi corazón se sintió rehabilitado de
contento.
Él me dijo que regresara con mi nueva conciencia. ¿Volver? ¿Dónde
estaba? ¿Dónde estaba Dios y la puerta del cielo? Mi padre sonriendo dijo: «Mírate
a ti, allí estás». Incrédula miré a mi alrededor y solo vi el claustro. Sin
duda un chiste cruel. Mi padre tocó mi
cara y se deshizo en el aire. Sus últimas palabras fueron las siguientes: «El
cielo está allí, en tu corazón. La manifestación de las puertas y esas cosas no
son necesarias si eres realmente uno contigo mismo. Ahora tú lo eres».
Me recobré del ataque al
corazón, pero mantuve la visita de mi padre dentro de mí. Nunca le dije a nadie
porque no me hubiesen creído. Sé ahora que mi padre estaba en lo cierto. Cinco
años después fallecí en paz mientras dormía. De hecho, mi padre estaba
esperando por mí pues lo había guardado muy dentro en mi corazón. Decidí crear
las puertas del cielo y todo eso. ¿Por qué no? Dios se divirtió.
Hermana Mary Ellen, 1934
No hay comentarios:
Publicar un comentario